En un lote aparentemente baldío
de Ciudad Zeta, donde un puñado de pinos se elevaba hacia la noche, una cabaña
de madera descansaba en las sombras. La negrura envolvía todo como un fondo y
sólo la luz que brotaba de las ventanas de los edificios dibujaba puntos hacia
el cielo. La muralla de piedra que
rodeaba el perímetro del lugar contrastaba con los modernos rascacielos a ambos
lados. Una silueta con un maletín alargado en la mano estaba parada junto a la
única entrada al terreno y cada vez que prendía su cigarrillo, el rojo
deslumbraba su cara y varios metros a su alrededor. La brisa nocturna,
susurrando una nota constante y relajante que se perdía con el tiempo,
rápidamente alejaba el humo gris hasta desvanecerlo. En breve, esta calma se interrumpió
con el mecánico chirrido de la reja al abrirse frente al individuo, invitándolo
a entrar. La cabaña ennegrecida por las tinieblas se pintó de amarillo por una fosforescencia
que ahora salía de la casa que lo atraía como un embrujo. Después de apagar su
cigarro pisándolo y dar dos pasos adentro, de nuevo chirrió tras su espalda la
cerca metálica, esta vez cerrándose. Caminó arrastrando los pies pero a un
ritmo constante y apretando los músculos hasta ingresar en el lugar.
La Casa Mágica era acogedora por
dentro, a pesar de lo rústico y abandonado de su aspecto exterior. Había
alfombras en el piso, lámparas de aceite en las paredes e inciensos,
desprendiendo sus aromas característicos y ambientando el lugar con un toque
místico, colgando del techo. Un pasillo
corto llevaba a la sala, en la cual fue colocada una fina mesa de madera
rectangular. Una silla dispuesta para el huésped y otra donde estaba sentado El
Mago Rojo: Alto, cubierto por pieles de lobos y osos, portando un sombrero de
alas anchas del cual se asomaban un par de cejas grises revueltas; Su barba y
cabello canosos descendían casi hasta el suelo; Sus bigotes se trenzaban más
debajo de su cuello hasta unirse a la mitad y unos ojos como los de un demonio
que no quitaban la vista del maletín que su cliente sostenía en la mano. Parado
junto al sabio se encontraba su asistente y aprendiz, un joven de cuerpo
delgado y lentes gruesos, que vestía, más bien, las ropas de un guerrero
antiguo.
—Buenas noches— saludó
cordialmente el hombrecillo del maletín— le he traído el arma del que le hablé—
su voz intentaba sonar seca, pero un remolino de emociones la llenaba de
matices que El Mago no dejaba escapar: La seriedad y firmeza de sus palabras
sugería que el hombre no jugaba; Apretaba los dientes de la desesperación,
harto y frustrado, con el ceño fruncido y lágrimas en los ojos— Otros
exorcistas lo han intentado, pero ninguno ha podido y yo ya no puedo más—
continuó— esta espada me atormenta en mis pesadillas, en mi casa, en mis
pensamientos… No puedo más con ella, me tiene extenuado, agotado. Acaba con mi
energía y mi paciencia y, de seguir así, sospecho que terminará por consumir mi
alma y mi vida entera.
El individuo casi cae de
rodillas por la consternación, pero el Mago ni se inmutó —Déjame ver esta arma
de la que hablas— cuando el hechicero invocó dichas palabras, que tronaron de
su boca gruesas y profundas, intimidaron al pobre sujeto al grado que sus
piernas y manos le temblaron. Armándose del poco valor que le quedaba, colocó
el maletín sobre la mesa y se alejó dando unos pasos hacia atrás, casi
brincando. El sabio tomó la valija y reveló su interior sin titubear: Nadie
sabe realmente la edad del viejo, pero hacía muchos años que no levantaba las
cejas del asombro, tanto que crujieron los músculos de su rostro que tenían
tiempo en desuso; Su ayudante quedó estupefacto y dio medio paso hacia atrás,
mientras que el cliente se retorció del miedo.
El Mago Rojo tomó el sable del
mango con ambas manos y se levantó de su asiento sin decir una palabra.
Entonces, comenzó a blandir el arma, levantándola y dando fuertes sablazos al
aire con letal precisión, absorto, explorando los misterios de esta magnífica
creación.
—Sin duda…— sin soltar el
artefacto, hizo pausa breve y siguió: Sin Duda, esta se trata de una obra
maestra. Las sinfonías más hermosas y los dispositivos más avanzados no son más
que burdas fabricaciones, barbáricas creaciones primitivas comparadas con esta
pieza. Sólo una raza, ahora extinta, fue capaz de construir un filo de esta
calidad. Está cargada de energía y tenía
aún más, antes de tantos exorcismos y hechizos de novatos. Pero nada le puede
quitar su valor, debe ser única en el mundo: Un sable que nunca muere, un fuego
que nunca se extingue. El conocimiento para quitarle su poder se ha perdido
hace milenios pero, de cualquier forma, si quieres deshacerte de ella, puedes
pasarle el peso a otro dueño o destruirla — El cliente al que le hablaba el
hechicero tartamudeó pero rápido fue interrumpido — Yo con gusto me quedaré con
él y podrás volver a dormir en paz. Nunca más volverás a verlo o saber de él
¿Ese es tu deseo, no?
Al hombrecillo se le iluminaron
los ojos de lágrimas y una sonrisa de felicidad se dibujó en su cara cuando
asintió con la cabeza, pues al aceptar entregársela, sintió que se libraba de
todos los males del mundo.
—…Y respecto a mis honorarios…—
agregó. De inmediato, su cliente se puso serio, pero sin poder controlar su manía
— por salvar tu alma y tu vida, creo que este artilugio es más que suficiente
como para compensar el costo de mis servicios…
Eufórico, su cliente se puso a brincar
y salió corriendo del lugar. Todavía El Mago Rojo y su asistente escucharon los
gritos a lo lejos mientras el hombre se alejaba calles a la distancia. Una vez
pasado el escándalo, el alumno se acercó a su maestro, quien sostenía con una
mano el arma, y se puso a examinar esta última con más detenimiento, acomodando
sus lentes con el dedo índice.
—No está poseída…— Observó el
alumno dudoso, volteando a ver a su maestro quien le respondió: Lo estuvo, no
sólo por demonios sino también por cientos de almas... quizá miles. Antes de
esos rituales de exorcismo… Ahora está tan muerta como una piedra, le quitaron
buena parte de vigor, pero aun así…
— Aun así, su sola presencia es
intimidante. Está colmada de un gran poder— completó el aprendiz, esperando del
Mago Rojo una respuesta al misterio.
El Mago Rojo blandió la espada
hasta que el filo estuvo a pocos centímetros del cuello de su ayudante— Ya te
expliqué por qué de su poder — por unos segundos la tensión de su brazo hacía
vibrar la hoja rozando, con cada latido de su corazón y exhalar de sus
pulmones, la piel sudorosa del muchacho hasta que sus músculos se relajaron y ambos
pudieron respirar— Hace decenas de miles de años, existió un continente en
medio del océano. Dotado de fertilidad y riquezas, los pueblos que la habitaban
se unieron para formar una civilización gloriosa…
—¡Los Atlantes!
— Correcto: Esta obra de arte pasó por las manos virtuosas de al
menos cien artesanos, cada uno el más diestro de su área. Le habrán dedicado
miles de horas en total, con materiales únicos de la alquimia ancestral.
Construida para un Rey o un Comandante… No sólo es una herramienta letal
excepcional: Su estética, su belleza… el balance y el filo… está hecho para inspirar
miedo en los más débiles. A lo largo de los años, habrá participado en feroces
batallas y guerras. El imperio de donde nació murió, y los palacios de las
civilizaciones que le precedieron no son más que tierra y escombros, enterrados
en desiertos o sumergidos en el fondo del mar. Esta reliquia del pasado, es
quizá uno de los objetos más valiosos del mundo, gracias a que la
manufacturaron con una cualidad única: Es inmortal. Verá tu muerte y la mía,
verá el planeta destruirse y el sol extinguirse y seguirá flotando en el
espacio hasta el fin de los tiempos.
Al joven pupilo se le llenaron de lágrimas sus ojos: Antes respetaba
a su maestro y le temía al arma, pero ahora, conociendo el poderío de ambos,
comenzó a sentir más respeto por el Filo Infinito y temor por la forma tan
casual con la que el Mago Rojo la empuñaba.
Continuará…
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