La noche caía
sobre la megalópolis de Ciudad Beta, pero era una noche sin estrellas y pocos
volvían a sus casas para dormir: Todos estaban demasiados ocupados yendo y
viniendo de un lugar a otro, marcando teléfonos y comunicándose entre sí;
Empaquetando productos en cajas y transportándolos o instalando antenas por
doquier. La luz eléctrica opacaba el azul del cielo nocturno hasta convertirlo
en un vacío borroso y sin forma.
En la
superficie la ciudad estaba limpia, vibrante, llena de vida… La gente compraba
en los centros comerciales objetos que les daban felicidad en base al precio
que pagaran, otros reían en las salas de cine y los estadios deportivos se
llenaban de aficionados, sin que ninguno de los espectadores hiciera realmente
algún deporte. Sin embargo, bajo sus pies y bajo sus sonrisas de felicidad, de paz
y armonía, debajo de las bases de la democracia y la libertad (que con el apoyo
de la tecnología la ciudad alcanzó un auge casi utópico de orden y justicia),
de calles llenas de luz, se encontraba: La oscuridad.
Todas las
noches profesores, doctores, abogados, amas de casa, empresarios, comerciantes;
Jóvenes, adultos y viejos; hombres, mujeres y una gran mayoría de los
ciudadanos y también turistas extranjeros, hacían largas filas en la estación
La Torre Negra del Rey para cruzar un pasadizo frío e iluminado por unas
linternas viejas hasta una puerta de madera. Los andenes del metro eran fríos por
el aire acondicionado y el invierno (temporada que ya era ignorada por los
habitante pues el clima artificial sustituía al natural en casi todos los
aspectos de su vida). El rugir de los vagones que aparecían de los túneles y se
ocultaban sonaba como una bestia que está a punto de agarrar a cualquiera de
las personas que hacían fila y tomaba el alma de uno de ellos para luego
desaparecer dejando a todos con la incógnita de quién sería el siguiente. Pero
el tren sólo surgía y seguía su camino, esa noche no tomaría ningún alma.
Cuando
finalmente la gente cruzaba el umbral de la puerta de madera, todo explotaba en
un escandaloso espectáculo de luces, sonidos, gritos, sombras, golpes y sangre.
La puerta era una de las entradas a El Coliseo, donde cada noche se batían en
combate mortal personas de todos los lugares y sitios cuyos deseos de matar
superaran al miedo de ser matados. Por adentro, el coliseo asemejaba a un
anfiteatro en muchos aspectos y se distanciaba en otros: El Coliseo de Ciudad
Beta poseía hermosos acabados de mármol y piedra, pero se iluminaba con luz
eléctrica; No tenía una acústica perfecta, en realidad era ruidoso, pero poseía
un sistema de sonido moderno que garantizaba a los más ociosos el percibir cada
gota de sangre que era derramada en el suelo de la arena; Sin embargo, una reja
metálica de al menos cincuenta metros cuadrados separaba a las gradas cuyos
asientos poseían un respaldo reclinable.
En
El Coliseo de Ciudad Beta, se animaba a sus visitantes a enervarse con alcohol
y comida endulzada para exaltar sus sentidos con la grotesca carnicería que
tenía lugar en la arena. Donde decenas de hombres y mujeres entraban y sólo uno
por noche tenía el derecho de vivir (si es que sus heridas no acababan con él
fuera del escenario). La gente que llegaba más temprano podía disfrutar del
esplendor del coliseo antes de que se transformara por la avalancha de
vísceras y los afluentes de sangre que
corrían como ríos, embarrando todo a su alrededor con fluidos y restos de
órganos humanos.
El
torneo ya había comenzado, pero la gente seguía viniendo y llenando cada
asiento y espacio disponible. Esa noche en particular, alrededor de quinientos
hombres, mujeres y otros seres competían por su derecho a la vida. Entre estos
se destacaba un bruto que blandía dos exagerados cuchillos para cortar carne,
pues el monstruo trabajaba en una carnicería y era conocido por su pericia en
destazar y desmembrar animales y su gusto y el placer que sentía por la sangre,
especialmente aquella más fresca.
Otros
personajes pintorescos que destacaban de entre la multitud de vagos y
maleantes, que eran arrojados al escenario para que los verdaderos asesinos se
hicieran cargo de sus cuerpos de forma que el público se entretuviera por los
segundos que duraban sus cuerpos en caer al suelo, era una dama que sostenía
una lanza en sus dos manos: Su vestimenta consistía en pieles de animales,
probablemente de un tigre por el patrón de rayas negras en un pelaje amarillo;
Poseía un cuerpo forjado en el calor de la batalla y su cabellera negra estaba
sujeta por una trenza firmemente apretada con listones del color del bronce y
de calzado llevaba unas sandalias de cuero.
También
se hallaban entre los combatientes: Políticos que creía que si triunfaban en El
Coliseo lanzaría su popularidad (cosa que ya había sucedido antes); Rockeros y
artistas de la farándula, buscando más fama y fortuna; personas deprimidas sin
nada que perder y que encontraban digna una muerte a manos de un extraño;
psicópatas cuyo deseo era matar por placer… Sin que realmente ninguno de ellos
tenga alguna oportunidad de sobrevivir los primeros minutos.
Ya
habían doscientos cuerpos regados en trozos por todas partes, el suelo de
madera y cubierto de arena se licuó en un lodo rojizo oscuro, haciendo
resbaladizo el piso del coliseo, aumentando la dificultad de las luchas que se
volvían más brutales conforme las oleadas de cadáveres despertaban en todos los
instintos más salvajes y se enloquecían con la furia desencadenada por el dolor
y la muerte. Los espectadores se desgarraban sus ropas y derramaban sus bebidas
sobre sus cuerpos desnudos extasiados por la masacre que presenciaban y se
embarraban de plasma enardecidos.
Varios
incautos osaron a pensar que podrían sobrevivir a las oxidadas hojas de los
cuchillos de Grulo, el gigante que de día trabajaba como carnicero en un sitio
llamado “El altar pagano”, si se organizaban para atacarlo al mismo tiempo con
sus armas punzocortantes y rodearon a la bestia. Pero en lo que ellos daban un
paso, sus cabezas se volaban por los aires y sus demás miembros avanzaban cada
uno en una dirección diferente sin las ataduras del dorso que caía sobre el
mismo sitio donde se encontraban como un costal de papas inerte y
sanguinolento.
Un
ex combatiente de una guerra, por la cual vio morir a sus amigos y por la que
muchos protestaron por sus acciones de heroísmo, se abría paso entre la
multitud con un cuchillo, acertando golpes mortales tan veloces como un
parpadeo: Sus víctimas ya estaban muertas antes de tocar el suelo. Ni
disfrutaba el matarlos, pues luchó para defenderlos, pero sentía que debía
vengar la muerte de sus colegas ejecutando a aquellos que no entendieron la
importancia de su labor.
Mientras
el volumen de contrincantes disminuía, eran más visibles las pocas figuras que
lucharían al final: Grulo, quien comenzó a perseguir víctimas pues ya nadie se
le acercaba; Sonia, quien se despojó de sus pieles de tigre pues estaban tan
manchadas de sangre que el peso le reducía su velocidad, ahora luchaba
vistiendo únicamente sus sandalias y su lanza; Alan, el excombatiente de la
guerra; también, una figura desconocida por todos, de largo cabello dorado y
silueta delgada pero con curvas como de una mujer que ágilmente se desplazaba
en los perímetros de la masa de gente, lanzando cuchilladas cuando consideraba
pertinente; Además de un hombre de gran musculatura, quien se hacía llamar “La
torre”, balanceaba un hacha de doble filo, de acero sólido y pesada como un
oso, despedazando a todo aquel que se topara en su camino.
En
la medida que caía la noche, estos pocos guerreros se encargaban de ejecutar al
resto: Algunos desesperadamente intentaban escapar inútilmente, otros
permanecían inmóviles esperando sus propias muertes y el resto estaba demasiado
traumatizado por la estimulación de sus sentidos o paralizados por el miedo
como para moverse. Ya se miraban entre sí, unos a otros, pensando a quién
atacarían primero y cómo. Durante la hecatombe, observaban detenidamente los
movimientos de cada uno y planeaban sus fatales destinos. Todos, excepto Grulo,
quien, sin mucho meditar, se lanzó contra Alan, cuyos brazos no fueron tan
largos como para enterrar su navaja en el cuello del carnicero antes de que los
cuchillos de este partieran su cuerpo en 7 trozos.
Del
otro lado, la guerra misteriosa acabó con Sonia tras correr hacia ella y, con
una maroma, posicionarse en su espalda para acertar un golpe mortal, fuera del
largo alcance de su lanza. Pero no vio que La Torre arrojó su pesada hacha
desde lo lejos y la golpeó con tanta fuerza que su cuerpo cayó agonizante,
dejando sólo a los dos gigantes con la fuerza para seguir peleando. Sin dudarlo
un segundo, Grulo se lanzó contra La Torre quien apenas alcanzaba a evadir sus
arremetidas, las cuales le hacían cortes minúsculos por todo el cuerpo
haciéndolo sangrar y debilitándolo. La Torre, por su parte, intentaba alcanzar
su hacha mientras esquivaba los filos y cuando por fin puso sus manos en la
barra de hierro sólida que era el mango de su arma, estas ya no se encontraban
pegadas a sus brazos, pero poco tiempo sintió ese dolor pues su cuello fue el
siguiente en ser cortado por Grulo, seguido del resto de sus miembros.
En
medio de un estallido de júbilo, Grulo se regocijaba por la orgía de carne y
tripas y sesos y pedazos de hueso y gritos. Los reflectores le impedían ver
quién le aplaudía y vitoreaba, sin embargo, su mirada estaba perdida, como la
de un animal rabioso o un depredador insaciable, sediento de sangre. Cuando el
anunciador terminó de despedir a los asistentes, éstos se regresaban a sus
casas entre risas penosas por traer sus vestiduras rotas y otros, incluso,
agotados y agitados, aun jadeando, por el orgasmo de violencia que habían
experimentado.
Grulo
tuvo que ser anestesiado con dardos tranquilizantes, que un grupo de guardias
armados le disparó, y retirado de la arena con una grúa para prepararlo para la
masacre que se celebraría en El Coliseo de Ciudad Beta, pues voluntariamente se
había apuntado para participar en todas las batallas de forma permanente. A él no
le importaba la fama o la fortuna, sólo le gustaba matar.
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