Ciudad
Beta, una de las metrópolis más grandes que ha visto la humanidad. Un sitio de
diversidad cultural único donde conviven
personas de todos los continentes y edades. Hay espacio suficiente para la
gente en los cientos de rascacielos que se extienden por manzanas y manzanas.
La mancha urbana, que inició a la orillas de un lago y fue devorándolo hasta
conquistar todo el valle y más allá de las montañas. Su luz ocultaba para sus
habitantes del cielo estrellado, miles de millones de puntos de luz, apuntando
todos hacia la oscuridad de la noche eterna en silencio.
Todas
las plazas, oficinas, parques, servicios y negocios se encuentran abiertos las
24 horas pues en una ciudad tan agitada como Beta no había tiempo de descansar
y los horarios nocturnos eran tan comunes como los diurnos. La iluminación de
las calles opacaba al sol de día y hacía que nadie lo extrañara de noche. Si no
fuera por relojes y periódicos de todos los días, la gente no sabría a qué hora
o en qué temporada del año se encuentran.
En
cada centro comercial, mercado, plaza y hasta en los pocos parques (incluso en
jardines sobre los techos), las áreas de comida eran un punto de convergencia
entre personas de todos los países. Ahí se podía uno encontrar comida oriental
y occidental por igual; vegetariana y carnívora, orgánica y procesada; Pizzerías,
puestos de hamburguesas, de tacos, comida árabe, china, japonesa, italiana y
gente de pequeñas comunidades que traía sus propias recetas a la civilización.
En
una ciudad sin sueños ni aspiraciones, los placeres mundanos eran de las pocas
fuentes de satisfacción y felicidad para sus ciudadanos. Siempre en fiestas,
reuniones o eventos felices, las personas consumían comida en grandes
cantidades hasta llenar su estómago tanto que por unos instantes sentían sus
cuerpos como si tuvieran alma. Por esto, el arte de la gastronomía estaba bien
valuado y los ricos más poderosos se reunían para deleitarse con festines
exóticos en clubes privados.
Cuando
el reloj marcó la media noche, anunciando la llegada del día 13 de diciembre,
las puertas de uno de estos clubes privados se abrió y los comensales se
sentaron en la mesa. Era un grupo pintoresco de alta sociedad. El club era tan
secreto que no tenía nombre y sólo los más allegados al dueño del lugar podían
apartar una silla para comer en la gran mesa del comedor principal cuyo cupo
era para 12 invitados, tras pagar una cantidad de dinero que la mayoría de las
personas de Ciudad Beta no verían en su vida.
El
salón principal del club parecía digno de un rey. Adornado con exquisitos
murales helénicos de emperadores romanos con platos llenos de alimentos de
animales ya extintos y frutas que han evolucionado hasta ser diferentes a las
de ese momento. Las sillas revestidas de oro parecían tronos individuales y
seis candelabros dorados con incrustaciones de piedras preciosas iluminaban la
habitación. La mesa aún no estaba servida pero una docena de cubiertos de plata
fueron preparados para los participantes quienes esperaban impacientes y
hambrientos sus alimentos.
Pasó
sólo un minuto y el anfitrión, un hombre de piel morena y cabeza calva con pelo
negro en sus cejas, vestido con un traje y cuya cara se ornamentaba por un
espléndido bigote y una poderosa barba antigua y espesa, llamó la atención
tocando una campanilla. Al instante los breves murmullos y conversaciones
cesaron; Entonces, de las puertas surgieron dos trecenas de meseros quienes
sirvieron vino espumoso en las copas. Luego, el anfitrión levantó una copa casi
rebosante del líquido amarillento; Uno a uno, fue cruzando su mirada con la de
los concurrentes: A su derecha, tenía a dos hombres con turbantes en su cabeza,
uno de tela azul y otro de color blanco; Una dama de vestido aguamarina
brillante (que lucía un collar de diamantes) y cabello gris; Un hombre de saco
y corbata con un peinado impecable y su rostro aseado; otro caballero de saco y
corbata, casi idéntico al anterior excepto que las rayas de su camisa eran de
un color diferente; y, finalmente, un hombre mayor que vestía ropa gris casual.
El anfitrión luego fijó los ojos en sus huéspedes de la izquierda: Una dama
joven con un vestido blanco reluciente, otra señorita de rubia cabellera y
ropas negras, un hombre de piel oscura con un sombrero de copa, un joven de
chaqueta negra y dos varones de sacos grises, uno con corbata roja y otro de
corbata azul pálido.
—Agradezco
a todos por su presencia a lo que será El Festín de sus vidas. Todos aceptaron
ser parte de esta experiencia irrepetible y han demostrado su devoción con sus
generosas donaciones. No quisiera aburrirlos con discursos que los distraigan
de las delicias que están por deleitarlos, pero si hay alguien que tenga la más
mínima duda sobre permanecer en este salón, es momento de hacerlo.
Hubo silencio
en la habitación, algunas de las personas se voltearon a ver y otros ni se
inmutaron. Nadie se levantó, todos estaban ciento por ciento seguros de lo que
harían. Al no hallar respuesta alguna, El Anfitrión tomó la campanilla entre
sus dedos y la tocó dos veces. Al momento, otro grupo de meseros sirvió la
entrada que consistía en sopas, panes y canapés ligeros, nada fuera del otro
mundo.
Mientras
gustosos se entretenían disfrutando de los entremeses, un olor sobresalió de
entre las sensaciones. Era un aroma irreconocible. Dulce como un caramelo y
refrescante como una hoja de lechuga, hacía que los comensales voltearan sus
ojos hacia arriba sólo del placer de sentirlo en sus narices. Como si se
transportaran por un instante a un mundo de perfección y deleite sin límites. Sus
mentes se regocijaban tratando de adivinar el sabor que tendría un manjar con
tal perfume.
Al
pasar unos minutos, los primeros platos y las copas fueron desaparecidas por
los meseros sigilosamente y comenzaron a servir vasos con agua y píldoras en
platos pequeños que los huéspedes tragaron con celeridad. Las pastillas tenían
un efecto psicotrópico que volvía a quien se intoxicase con esa sustancia más
susceptible de percibir sabores ínfimos, proveyéndoles de la habilidad de
percatarse hasta del más mínimo detalle de su cena próxima. Todos salivaban,
pero los caballeros de saco y corbata y peinado impecables se esforzaban por
disimularlo limpiándose con pañuelos que eran arrojados y recogidos en el aire
por los meseros antes de que tocaran el suelo.
Pasaron
unos minutos, en los que los sirvientes volvieron a llenar la mesa de platos
con tentempiés refinados pero comunes que los asistentes devoraron enardecidos
por las drogas. Casi satisfechos, pero en estado de éxtasis, percibían con
mayor intensidad la agradable esencia del platillo final que estaban a punto de
disfrutar. Los hombres de los turbantes tenían estos medio desechos y algunos
cabellos largos y rizados se escapaban detrás de sus orejas y en sus frentes y
ya ninguna corbata estaba ajustada en esa mesa. Entonces se retiraron todos los
platos de la mesa y llegó el momento que tanto ansiaban, el plato principal.
Cuando
las puertas se abrieron una vez más, el olor como almizcle que emitían los
platillos provocaba a los invitados cuyos ojos enloquecidos no despegaban de su
alimento. La comida consistía en una especie de emparedado con relleno cremoso,
tan grande como una hamburguesa. El pan tenía semillas de varios tipos y
tamaños y el interior parecía una mezcla de carne con hierbas y aderezos. Al
momento en que acercaban la comida a sus bocas, algunos tuvieron una sensación
similar a la de un orgasmo y cuando tocó sus labios, una de las damas no pudo
evitar apretar sus piernas con fuerza. Todos gemían y hasta se retorcían del
gozo que sentían. Como una orgía de sabor en sus bocas, sus consciencias se
trasladaban a un mundo donde sólo existía la armonía y la felicidad.
El
joven de chaqueta tenía la boca llena de su cena y lloraba. El caballero de
piel oscura había perdido su sombrero tiempo atrás y agitaba su cabeza de un
lado a otro desquiciado de encanto. Otra de las damas se dejó caer al suelo
para retorcerse y estremecer su cuerpo sin el límite de las sillas y a esta le
siguió uno de los hombres de saco, quien se tiró al suelo para sacudirse como
una lombriz. El clímax que experimentaban sobrepasaba a cualquier sensación de
éxito. Más que las victorias de los grandes conquistadores, más que los
conciertos más grandes de la historia y que los premios más codiciados. El
universo que les fue creado artificialmente por la ciencia era un transporte a
la divinidad, a la perfección de lo intangible y subjetivo amor.
En
un estado de inconsciencia absoluta, no tardaron sus cuerpos en dejar de
respirar y sus corazones de latir y cuando el último de los 12 cuerpos dejó de
moverse, los meseros retiraron los cadáveres, limpiaron las mesas y prepararon
todo para la siguiente cena que tenían programada para el próximo día en ese
club privado de Ciudad Beta.
FIN