En
ciudad Beta, los rascacielos son el paisaje principal, como los árboles en un
bosque. En este bosque de edificios se puede avistar claros de vez en vez,
claros de árboles de verdad que al ser más pequeños que sus contrapartes de acero
y concreto terminan viéndose como huecos desde los techos de las
construcciones. Estos claros de árboles eran parques, las pocas zonas verdes de
la ciudad, donde aún el pasto crecía verde y las luces no eran tan brillantes.
Los
parques de Ciudad Beta, así como las calles y demás, llevaban una numeración de
acuerdo a la zona donde se encontraran, sin embargo, todos eran casi tan
idéntico uno del otro, como lo las diferentes sucursales de los súper mercados.
Los mismos árboles de copas altas y pinos, con un pasto común y corriente y algunos
arbustos esparcidos por ahí, generalmente podados con figuras de animales y
otros símbolos conocidos. Aparte del pasto, estos sitios estaban bardeados por
una cerca de concreto con rejas de hierro que se elevaban un par de metros.
Diferentes entradas o “puertas” se hayan distribuidas en cada lado de la
manzana y estas se unían a través de caminos de cemento que serpenteaban y se
cruzaban un par de veces antes de llegar a entrada del lado opuesto. Como si
fuera una isla, todo el complejo estaba rodeado de avenidas que parecían ríos
de autos que lo bordeaban.
Algunos
ciudadanos de Beta encontraban en los parques una experiencia nostálgica. Sólo
aquellos que vivieron en sitios apartados de la civilización, donde la naturaleza
aún ejercía su influencia, disfrutaban de estos espacios abiertos y libres de
aparatos electrónicos. Aunque se hallaban rodeados de columnas grises
iluminadas por miles de ventanas, no podían evitar sentir cierta frescura en el
aire, como si todo allá irradiara vida. La gente aprovechaba para ejercitarse
al aire libre, desde corriendo, patinando, trotando, caminando o en bicicleta,
hasta aquellos que llevaban sus equipos de pesas, mancuernas, mantas para hacer
yoga, aros de hula-hula y pelotas de todos los deportes. También estaban
quienes debían trasladarse de un edificio a otro y decidían atravesar el parque
para descansar, aunque sea por breves minutos, de la ausencia de color de sus
respectivas oficinas y negocios, con el verde del follaje y el crujir de las
hojas secas bajo sus zapatos.
El
desfile de personajes que marchaban todo el tiempo por esos parajes iba de
gente con trajes de colores muertos y zapatos negros, jóvenes y viejos con
ropas deportivas que cargaban botellas de plástico con bebidas energéticas,
familias que empujaban carritos de bebés, obreros con guantes de Kevlar y casco
amarillo de seguridad, personas paseando a perros de todos los tamaños, razas y
colores, gente uniformada y hasta uno que otro vagabundo con ropas harapientas
que rondaban en búsqueda de tesoros. Y todos estos seres, cada uno de ellos,
estaban conectados a un dispositivo electrónico, por lo menos, pues había gente
que poseía dos o tres aparatos colgados en el cinturón o repartidos en las
bolsas de su ropa. Todos, exceptuando a los perros y a los vagabundos.
El
día 11 de diciembre circulaba con normalidad. El ruido de los motores de los
autos, el claxon, millones de personas comunicándose a través de sus celulares
y hablando al mismo tiempo mientras caminan, venden o hasta en el baño. La
metrópolis vibraba como unas bocinas en un gran concierto y burbujeaba como un
vaso de cerveza siendo servido. En el parque No. 293 de la sección C, una
reportera y su equipo entrevistaban ciudadanos para un programa de la vida diaria,
para el canal de noticias de Ciudad Beta. Reportajes sin contenido real que
sólo reforzaban los estereotipos, valores e ideales del status quo
contemporáneo patrocinados por las empresas interesadas en imponer tales
valores.
La
entrevistadora le preguntaba a las personas sobre cuál era su opinión sobre las
elecciones que tendrían lugar próximamente, mientras su camarógrafo regordete
grababa y otro asistente, más pequeño y delgado como un duende, enrollado en
cables, hacía un esfuerzo por no tirar el café de su jefa porque un pequeño
perro insistía en meterse entre sus piernas. Las respuestas de las personas
contrastaban unas de las otras. Había quienes apoyaban a un candidato y al
otro, quienes preferían no opinar y otros que no tenían idea de quién era
quién. Varios afirmaron que desconocían que las elecciones tendrían lugar y
otro interrumpió apurado a la reportera buscando un baño.
Con unos
minutos de la opinión de un puñado de personas, la renombrada periodista estaba
por dar por terminada su investigación, cuando otro hombre la interrumpió…
Frente a ella
se encontraba un ser espantoso. Sucio, demacrado y maloliente. Apenas
manteniéndose en pie, aferrándose a un carrito de supermercado oxidado con sus
manos cuyas uñas crecidas y amarillas comenzaban a enrollarse. La tela de su
ropa estaba manchada por una variedad de sustancias, desgastada y agujereada,
de un color gris tan opaco como nubes de tormenta. Como la sombra de un viejo
árbol muerto o un zombi andante. Calzaba unas sandalias amarradas con cuerda de
tendedero en sus pies mohosos. De su boca con pocos dientes amarillos surgía un
olor tan fulminante que podría ser usado como arma química. El nudo de su
cabello jamás podía ser desenredado y la costra de mugre que esa red atrapaba
seguiría en esos pelos, aún después de numerosos baños. Temblando, como
tambaleándose, se esforzaba por enfocar a la dama con sus ojos llorosos y
atiborrados de lagañas sólidas. La barba grisácea de su rostro estaba tan seca
que podría fracturarse como papel quemado.
¡Tú!— Tosió el
hombre, como si la palabra fuera una flema que tuviera atorada en su garganta
por mucho tiempo— ¿M-me… me ves?— y estiró la “s” hasta que sus pulmones se
quedaron sin aire.
Nada en toda
la carrera de entrevistas con estrellas de la farándula y personajes populares
en los medios y en sus divertidos viajes a destinos exóticos y
vacacionales en todo el mundo la había
preparado para enfrentar a un ser de una repugnancia que superaba su
imaginación. Su mente difícilmente asimilaba que frente a ella existiera un ser
vivo, si quiera, pues sólo veía reflejada en él la sombra oscura de la muerte,
pobreza, vejez, enfermedad y locura, todos unidos en uno sólo, como si se
apersonaran en una entidad que las reunía a todas y si estas fueran todas
contagiosas. La sola presencia del vagabundo destruía todo el mundo que ella
conocía y en el cual era feliz.
—¿Me… ves?—
volvió a preguntar el hombre— ¿Me ves?— repetía. Pero ella era incapaz de
comprender la situación en la que estaba, era como tener contacto con vida
extraterrestre o una entidad sobrenatural y lo que este ser le intentaba
comunicar era a través de su idioma extraño. Pero su cerebro hábil para
encontrar patrones, como el de cualquier humano, le permitía identificar un
dejo de familiaridad en los sonidos que salían del vago, como si ya hubiera
escuchado eso antes, pero no podía recordar qué significaban y cada vez que el
vagabundo lo repetía perdía aún más sentido.
Como si a una
computadora le cayera un rayo, la mente de la periodista hizo corto circuito y
las áreas más primitivas de su ser se activaron: Cerró los ojos, apretó sus
párpados, puños y todos los músculos de su cuerpo y emitió un grito descomunal,
agudo como un pitido. No era como una “A” extendida, ni como una “i” sino algo
entre ambas. Su camarógrafo se agazapó detrás de su cámara, que era quien
estaba más cerca y para quien el ser extraño era prácticamente invisible pues
para él sólo era una sombra, un pedazo de basura en la acera o una mancha en el
camino. Su asistente tiró su café y cayó bajo el peso de los cables.
La mayoría de
los asistentes al parque tenía sus oídos tapados por dispositivos que
reproducían música, por esto no alcanzaron a escuchar el grito de ayuda de la
dama y continuaron con lo que estaban haciendo sin interrupción. Otro grupo de
personas sí escuchó, algunos extrañados se quedaron mirando y unos cuantos
rieron pensando que se trataba de una broma. Pero el vago no hizo ningún
movimiento más que en su rostro donde arrugó, aún más, su entrecejo. Cuando la
presentadora abrió los ojos, notó otra vez al ser frente a ella, su grito no lo
había ahuyentado sino que su ahora expresaba un gesto más amenazador. Ella
volvió a gritar una segunda vez, aún con más fuerza. Y la gente alrededor que
alcanzaba a escuchar murmuraba y estiraban sus cuellos para poder ver mejor.
Algunos sacaban sus cámaras y empezaron a tomar fotos o grabar a la mujer
gritando.
El vagabundo
desfiguró su cara totalmente en un signo de amargura y deprecio. Entonces,
aspiró tanto aire como pudo y, con los ojos perdidos, emitió un aullido de un poder poco visto. Era el salvajismo y
la capacidad de destruir violentamente en la forma más pura que salían de su
boca maloliente. Como una corriente eléctrica que atravesaba el cuerpo en un
segundo, pero ese segundo duraba una eternidad y podías sentir cada parte de tu
cuerpo siendo golpeada por el impacto sonoro.
Pero el viejo
no quería asustarlos. El aullido no era para esas personas. Ya antes trató de
comunicarse en su idioma y fracasó, ahora recurría a otros animales diferentes.
Por todo el
parque, cada perro que se encontraba ahí se detuvo. Atónitos por el abrumante
dominio del macho alfa, sometidos a su control total por la amenaza de sufrir
su ferocidad. Fue entonces, cuando todas sus orejas estaban bien paradas y
apuntándolo a él, que el vagabundo aulló una vez más. Esta vez con más
brutalidad. Y los perros de todas las razas actuaron a la orden lanzándose
contra sus dueños humanos. Los más grandes saltaban para derribar a sus amos y
morderles el cuello, los más pequeños atacaban dando pequeñas mordidas y
alejándose ágilmente.
El vagabundo
seguía tronando el aire con sus agudos tonos, enervando a los caninos del
parque a continuar su arremetida. No dejarían sobrevivientes. Pero los gritos
de muchas personas activaron las alarmas y los mecanismos de la ciudad se
activaron. A los pocos minutos llegaron los primeros policías, quienes,
consternados, empezaron a disparar en un esfuerzo por salvar a los pocos que
aún mostraban signos de vida y que eran agredidos por los perros. Algunos de estos
últimos se abalanzaron sobre los agentes de la ley, cayendo al suelo por las
heridas de las balas. Pero las bestias le temían más a su general que a su
enemigo con armas de fuego, por lo que avanzaron tras ellos.
Un zoológico
cercano, el equipo táctico de la policía, bomberos y un batallón del ejército
se movilizaron al lugar para poder frenar la masacre a la fuerza y la batalla
se prolongó por más de dos horas. Con rifles, escopetas, fusiles semiautomáticos,
granadas y gases lacrimógenos lograron acabaron con cada uno de los perros en
el lugar. En las calles alrededor del parque las ambulancias formaban una fila intentando
rescatar a los menos heridos. Pero los pocos que sobrevivieron estaban infectados
por la saliva venenosa de la jauría y morirían horas o días después por la
infección. En ese parque no quedó un alma viva, exceptuando al vagabundo que se
mimetizó con la sombra de un arbusto hasta desaparecer nuevamente de los ojos
del mundo.
FIN